"Odio el invierno" es lo primero que pienso cada mañana cuando me despierto temprano para estudiar. Hoy no fue la excepción. El paisaje gris y blanco que ofrece mi ventana no ayuda a cambiar mi opinión. El blanco de la escarcha escondiendo el verde del pasto me hace pensar en lo rutinario de las últimas semanas, en lo monocromático de esperar que no pase nada. Ni siquiera estudiar con Belén todas las mañanas logra animarme del todo. "Nada interesante va a pasar hoy, nada va a pasar hoy", pienso mientras caliento el chocolate. A Belén no le gusta el café, o al menos el café que yo preparo y que siempre sirvo frío, según ella.
Nos hacemos un recreo mientras ella me cuenta sobre su vida y yo miro por la venta. Algo de color verde flúo se movía en el techo de mi vecino. No, no era un alien. Era un gato negro vestido con un chaleco verde rabioso y un pañuelo blanco atado al cuello. Nos reímos hasta las lágrimas. Algo atrás de él se acercaba a los saltos. Tampoco era Superman, era un gato blanco con una capa azul, moño verde en el cuello y boina negra. Al misterio sobre el dueño del gallo que canta todas las mañanas en mi cuadra, se le suma el misterio del diseñador o diseñadora de estos dos gatos. Todo un caso para Harriet la espía.
Horas más tarde, cuando Belén estaba por irse, me conecté a Hotmail y al MSN para imprimir unos apuntes que nos mandó un profe. Y justo cuando me había convencido de que lo más colorido que me podía pasar en el día era un gato disfrazado de flogger interpelándome desde el otro lado de la ventana, aparece la pregunta que siempre quise escuchar en los últimos meses, en la esquina de mi pantalla: "¿Querés ser mi novio?". Abrí la ventana. Quien preguntaba no era Estanislao, el pibe con el que venía saliendo desde enero; sino Leandro, un pibe con el que me vi varias veces el año pasado y con el que había pegado buena onda.