viernes, 28 de octubre de 2011

Vernal

El celular vibraba en el borde de la pileta del baño, a punto de caerse, mientras trataba de alistarme en tiempo récord. Javier, Alicia y su hermana me pasaban a buscar en taxi, un rato antes de lo pactado, para recibir la primavera. Me miraba en el espejo y contaba las cosas que tenía que llevar, cuando la bocina sonó. Me até la entrada-pulsera y subí al auto. Nos saludamos como se saludan esas personas que hace mucho tiempo no se ven, pero cuya relación es inmune al paso del tiempo.
Cuando llegamos a Yandraq, apuramos el paso para formar la cola lo antes posible y asegurarnos un lugar frente al escenario donde tocaría Babasónicos. Alicia se encontró con unos amigos en la valla y nos pusimos a hablar. Me sorprendió la facilidad con la que hablaba con gente desconocida. Noté que al lado nuestro una chica y un flaco colgaban una bandera. No sabía si la bandera era de Ecuador, Venezuela o Colombia. Recordé que, por CNN, me había enterado que Chávez había cambiado la dirección hacia donde miraba el caballo de la bandera, para que mire hacia la izquierda. Al escuchar la tonada, no pude evitar preguntarles si eran de Venezuela. Me dijeron que sí y nos pusimos hablar por dos horas. Ella hace un posgrado en la UBA y está viviendo en Buenos Aires. Él, vino unos días para estar con ella y ver a Babasónicos en vivo. Charlamos dos horas hasta que empezó el concierto.
Adrián estuvo radiante como siempre. Mariano se sentó en el borde del escenario durante "Putita", señaló una mina muy linda y le regaló una púa. "Yo también quiero una", pensé para mis adentros, mientras los venezolanos desataban la bandera para tirarla sobre el escenario. Estaba cerca de los pies de Diego, quien no se percató de lo sucedido hasta que todos empezamos a gritarle.
Cuando el show terminaba, miré alrededor y vi que mis amigos y los venezolanos lloraban. Escuché un griterío y vi que Diego amagaba para tirar la púa al público. Había un séquito de pendejas a mi derecha que peleaban por aquel pedazo de plástico. Lo miré a Diego, extendí mis dos manos como mendigando. Diego vió aquella actitud de súplica y decidió dármela. La púa rebotó en mis manos y cayó del otro lado de la valla. Inmediatamente me tiré de cabeza hacia el otro lado, mientras Javier me sostenía del cinto. Mis manos se encontraban a centímetros de la púa sin poder alcanzarla. Uno de los tipos de seguridad me miró con cara de lástima y me la alcanzó con tal de que no pase al otro lado. Agarré la púa con mis dos manos. Me parecía el objeto más valioso que tenía. La venezolana me pide la púa para verla y me hace pucherito. De repente la púa no vale nada ante aquel gesto y se la regalé. La multitud se diluía, Javier y Alicia se besaban y yo hablaba con los venezolanos. Me hicieron un gesto para ir para el lado de la barra y les indiqué con un gesto que me esperen un rato. Saludé con un abrazo a los venezolanos, aunque no los conociera, y me dirigí a la barra para darme cuenta de que Javier y Alicia no estaban donde se suponía que estaban. Busqué mi celular y les escribí diciendoles que estaba al lado de la barra. No tenía crédito. Crucé a una chica que conocí en la valla y me pidió mi celular, le pedí que les escribiera un mensaje. Unas horas más tarde, me enteraría que Javier le contestó que estaban al lado del baño, ella le contestaría "ya me fui" y ellos interpretarían ese mensaje como mío.
Decidí dar una vuelta por la fiesta para ver si los encontraba, o encontraba a algún amigo o alguien con quien volverme acompañado el primer día vernal. Ví dos chicos enfrentados, uno apoyado sobre un cantero pero con los pies sobre la playa. El otro lo toma del rostro, le encaja un beso y discuten. El pibe apoyado sobre el cantero llora. El otro pibe intenta consolarlo, le dice algo parecido a "está todo bien", pero con gestos. Tenía ganas de acercarme, hablarles, decirles que dejen de boludear y que la pasen bien, pero un escalofrío me recorrió el cuerpo. Recordé haber estado en una situación similar con Gustavo en una estación de servicio. Vi la orilla de la laguna, las estrellas, el puente de fondo, me dieron ganas de caminar descalzo por el margen del agua; pero decidí cruzar la pista como mejor forma de no parecer que estaba solo. Después de varias vueltas, me encontré con Gerónimo, le expliqué mi situación y me contó que había venido solo. Me prestó su teléfono, llamé a Javier y me contó que estaba en un telo con Alicia. Nos reímos y corté. Me quedé charlando un rato con Gero. Me apoyé en la barra y pedí una pinina después de que Gerónimo me dijera que se iba un rato con un grupo de amigos que había divisado. Me dediqué a observar a la gente bailar, me sentía invible en medio de la joda. Invisible y sobrio. Van y vienen miradas, van y vuelven miradas que vuelan pero que nunca aterrizan. Un rostro familiar en medio de la masa se me acercó: Un alumno, el más lindo de la clase. Me dijo algo al oído que no pude descifrar, después me contó que no entiende nada de mi materia. Le dije que me mande sus dudas por mail en un intento de establecer un contacto. Se notaba que estaba muy en pedo, sobre todo al decir tartamudeando "me voy, me voy" ante el gesto de un amigo al lado de él. "Qué ganas de volverme con él", pensé. Ya no faltaba tanto para el amanecer y me sentía observado, así que decidí caminar. Salí de la fiesta, unos pibes fumaban porro detrás de una trafic, quise pedirles pero no me animé y seguí caminando. Fumado podría hacer alguna boludez y caerme del puente colgante. Llegué al puente, me detuve a la mitad, me saqué las zapatillas nuevas, les sacudí la arena, observé el río corriendo bajo mis pies y seguí caminando. Caminé y caminé por bulevar. Me sentía en paz. Caminé casi veinte cuadras hasta chocarme con Facundo Zuviría. En el horizonte, los semáforos intermitentes irrumpían en la oscura lejanía, con su violento amarillo, como faros que indicaban el camino a casa. Seguí aquel camino hasta que mis pies sangraron y un quince vino a mi rescate.

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